lunes, 21 de diciembre de 2015

Sobre el aprendizaje de la cosa podal


El otro día acudí a ver “Ocho apellidos catalanes”, la secuela de “Ocho apellidos vascos”, que se ha convertido en la película más vista de todo el año, aunque el efecto arrastre de la anterior (que atrajo a los cines a 10 millones de personas) ha influido mucho en un éxito ya menor. A esta segunda parte, ambientada en Cataluña, le han caído los clásicos palos creados por el efecto “segundas partes nunca fueron buenas”, que también les sucede a los segundos discos de los músicos y a las segundas temporadas de las series, que casi antes de que aparezcan ya no son lo mismo que la primera vez. El caso es que “Ocho apellidos catalanes” es una cinta que se deja ver y que se olvida con bastante rapidez, al igual que sucedía con “Ocho apellidos vascos”, que no dejaba de ser la clásica “españolada” de toda la vida (esa que critican los que no quieren ver cine español y que sin embargo fueron a verla), donde el éxito estriba en los apuntes socioculturales de nuestra sociedad. Los filmes de Paco Martínez Soria, Alfredo Landa, Andrés Pajares y Fernando Esteso siempre fueron lo que fueron, pero tuvieron éxito porque hablaban de cosas con las que se sentía identificada mucha gente y nos da una idea de la idiosincrasia mayoritaria de este país. Por decirlo sentenciosa y coloquialmente, somos un país de “cuñaos”, que es algo que ya vieron en su momento el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo y tantos otros autores a la hora de retratar esa curiosa comedia grotesca, excesiva y extrema tanto en lo bueno como en lo malo, que es nuestra historia y nuestro acervo cultural. Y si no me creen, no tienen más que salir a la calle y ver o asomar la cabeza al patio de vecindad de sus edificios y escuchar a los que les rodean. O mirar en nosotros mismos, que en este caso todos tenemos nuestra parte.

 
Pero no quiero alargarme con mis impresiones sobre “Ocho apellidos catalanes” o maneras de vivir, sino con un detalle que se aprecia en la foto, en la que uno de los personajes que aparece lleva las uñas pintadas de negro. El personaje en cuestión está interpretado por la actriz Belén Cuesta y fue de lo que más me gustó en la película, por su candor e inocencia y también por ese pequeño rasgo de estilismo. No me explico por qué me gusta ver colores oscuros en las uñas de las mujeres, pero lo cierto es que me resulta muy atractivo, al contrario que el rojo, que me parece odioso. Si veo rojo en las uñas, esas extremidades para mí es como si estuvieran estropeadas o deformadas, no es agradable verlas y creo que en este caso si puede haber una explicación, porque me recuerdan a esas manos de señora mayor decoradas con ese rojo tradicional que quiere disimular el evidente deterioro de la piel. Y quizá, por el contrario, ver colores oscuros, siempre observados en mujeres más jóvenes, me parezca símbolo de belleza y pujanza vital. Creo que comenté en alguna entrada de hace tiempo que es una parte del cuerpo a la que presto mucha atención y que unas manos bonitas (de aspecto y tacto suave y dedos finos) para mí son un detalle muy sugerente, del mismo modo que ver un bello hombro desnudo de mujer es como ver un bello escote o el gesto de recogerse el cabello, aunque se haga con total despreocupación y desinterés, me parece uno de los más sensuales que ellas pueden hacer.
 
Cada uno tenemos nuestras filias y nuestras fobias y yo las he tenido concentradas en dos extremidades. Las filias con las manos y las fobias con sus parientes de abajo, los pies. Ver un pie descalzo, durante mucho tiempo me ha resultado aún más molesto que las citadas uñas rojas (y un pie con las uñas rojas directamente lo peor), por su carácter menos glamuroso. Los pies generalmente sudan más que las manos y al ir cubiertos acaban emitiendo ciertos olores poco atractivos, pero aparte de eso me han parecido poco agradables estéticamente y durante años procuré no mirar al suelo durante los veranos, cuando muchos deciden desnudar sus extremidades y las embuten en sandalias a las que acaban contagiando la fealdad de esa parte del cuerpo. Digo durante años, porque esto ha ido cambiando con el tiempo y actualmente me desagrada bastante menos esa contemplación siempre que se trate de mujeres. No he cambiado, sin embargo, en mi idea de que los hombres deberíamos ir con calzado cubierto y pantalón largo todo el año, para evitar exhibiciones de miembros que estarían mejor reservados para la intimidad de cada uno. Con los pies de las mujeres sentía lo mismo, pero he ido cambiando de parecer, especialmente si la cosa va en consonancia con las manos y su forma es proporcionada (ni muy corta ni muy alargada), sin venas ni tendones muy salientes y tobillos y dedos que evitan la rechonchez (y a poder ser, con colores oscuros en las uñas). Y también depende del calzado (los zapatos de tacón no me interesan mucho y tengo entendido que dañan la zona a la larga), porque hay sandalias que visten y hacen un favor a quien las usa y sandalias que mejor deberían estar cogiendo polvo en los armarios. Pero nada como un pie femenino bien formado para provocar en mí una curiosidad en la que, al igual que en otros aspectos que comentaba el otro día, he tenido mentoras. Una de ellas ha sido la actriz Keira Knightley.
 
A Keira Knightley la descubrí hace ya más de una década en las películas “The Hole” y “Quiero ser como Beckham”. Me hizo gracia ver que se apellidaba como el señor Knightley, uno de los protagonistas de “Emma” de Jane Austen (uno de mis libros preferidos) y fue un flechazo que amenazó con truncarse con su participación en las películas de “Piratas del Caribe”, porque si amo todo lo que toca quien quiero, también detesto a todo el que está involucrado en algo que detesto. Tuve suficiente con la primera de esas películas y pensé que esa chica iba a acabar haciendo de adorno en producciones de ese pelaje, pero afortunadamente me equivocaba y Jane Austen me volvió a interesar en ella al verla hacer estupendamente el papel de Elizabeth Bennett en una de las muchas adaptaciones del “Orgullo y prejuicio” de la escritora decimonónica que se han realizado. Desde entonces, Knightley se ha especializado en papeles de época, aunque también ha hecho alguna que otra trama más contemporánea y en ellas ha ayudado a mi cambio de perspectiva podal.

 

 
Hay una película suya, “Sólo una noche”, que pasó muy desapercibida en el momento de su estreno y que yo no quise perderme, ya renovada mi querencia por la actriz, que uno es persistente con sus amores. La cinta habla de una pareja que se ve en una situación en la que ambas partes se sienten atraídos por quien no deberían. A Keira le toca lidiar con un antiguo novio (interpretado por Guillaume Canet), con el que no duda en flirtear a lo largo de una noche, a veces provocando el contacto físico de forma muy evidente.

 
En el filme, Keira protagoniza otros momentos en los que aparece descalza, en los que se pone crema en sus extremidades y en los que se quita los zapatos con los que ha estado en una fiesta para ponerse unos gruesos calcetines de lana (ahí aprende uno que la comodidad a veces está en desacuerdo con la apariencia). Todos estos momentos me resultaron atractivos (nótese también el color de las uñas) y me noté mirando más de lo que acostumbrado a esa parte de la anatomía femenina.
 
 
Curiosamente, Keira protagonizó otra escena con un encuadre muy similar en la película “Laggies”, esta ocasión siendo acariciada en los pies por el que interpreta a su novio en la ficción. No debo ser el único interesado por esta parte de su cuerpo, pues ha habido otras apariciones suyas en cintas en las que ha lucido descalza.
 
 
 


 
 
Así que en este caso, que puede servir de coda a mi anterior entrada sobre las personas que me han servido de mentoras en diversas disciplinas, podría decir que Keira Knightley fue mi maestra. Pero al igual que en los casos citados en el otro escrito, tampoco hubiera sido posible el aprendizaje sin la ayuda de otras mujeres conocidas por mí y anónimas para el gran mundo Algunas de estas mentoras son mujeres queridas en las que el amor profesado me ha hecho apreciar incluso sus cicatrices, porque cuando se ama a alguien, se ama (casi) todo de esa persona. Sin saberlo, mostrándose descalzas en mi presencia, han conseguido que ese afecto se trasladara también a los antaño odiados pies y amando los suyos me han hecho comprender que puede ser otra parte bella del cuerpo.

 

jueves, 10 de diciembre de 2015

Mentores y mentoras

De un modo u otro, todos tenemos mentores, personas que, queriendo o sin querer, nos inician en muchos aspectos de la vida que desconocíamos o no habíamos frecuentado lo suficiente. Así, lo que terminamos siendo es el resultado de todas estas influencias y nuestro modo de enfrentarlas, porque al mundo llegamos sin saber nada de nada y los primeros mentores son nuestros familiares, pero una vez fuera de ese núcleo es deseable tener muchos más, para expandir nuestra mente y sensibilidad. Por ejemplo, citaré algunos de los mentores que he tenido hasta el momento y que me han hecho iniciarme en algunas disciplinas.


Cine: En este blog he comentado varias películas y hablar y escuchar de cine es uno de mis pasatiempos favoritos, pero no siempre fue así. Cuando era pequeño solo acudía a ver los grandes estrenos, las películas acontecimiento, principalmente a una gran sala ubicada a apenas 5 minutos de donde vivía, pero era un espectador muy corriente, de los que no reparan en los actores que salen ni quién dirige la cinta, tan sólo a la búsqueda de pasar un rato entretenido. Así, con 16 años a duras penas sabía quién era Steven Spielberg (por haber dirigido “Parque Jurásico”, que tanto me impactó a mis 11 años) y en nombres de actores (creo que solo conocía el de Macaulay Culkin por ser el niño de “Solo en casa”) mi ignorancia era supina, como mucho reconocía alguna cara de haberla visto antes. Sin embargo, uno de los cambios que trajo en mí la adolescencia fue un repentino interés por el cine. Un amigo del colegio al que le gustaba mucho el cine (junto a él, al ser aficionado al género, vi numerosas películas de terror, especialmente de Freddy Kruger, que me perturbaban mucho) compraba todos los meses la revista “Fotogramas” y en un día que me aburría mucho se la pedí prestada para hacer más llevadera la soporífera asignatura que nos estaban impartiendo. Yo entonces ya leía mucho (luego explicaré cómo surgió) y enseguida me llamó la atención aquella revista, fue el descubrimiento de un mundo nuevo. En unos minutos me hice consciente de que había una gran cantidad de películas estrenándose todas las semanas y otras muchas en proceso de creación, construidas todas ellas por gente que decían que era muy importante, una gente que yo ignoraba. Aquella lectura picó mucho mi curiosidad y compré el siguiente ejemplar de la revista, estimulado además por la presencia de una bella mujer morena en su portada. La mujer morena era Catherine Zeta-Jones y estrenaba “La trampa”, junto a Sean Connery, película que acudí a ver y que me pareció bastante entretenida, donde mi creciente calentura adolescente se deleitó con el físico de una actriz que no tardó mucho tiempo en dejar de interesarme, pero que recuerdo como parte de una experiencia iniciática.


Como cuando me da por hacer algo lo hago de forma compulsiva empecé a ir al cine dos o tres veces por semana, después de las clases. Sentí la necesidad de verme el mayor número de películas que se proyectaban y de visitar todos los cines de mi ciudad, como una aventura diferente en un lugar diferente. Como no salía de fiesta pude recurrir a la paga para pagar las entradas y, como es habitual en el principiante, vi cosas muy diferentes de forma muy desordenada, porque lo mismo iba a un gran estreno americano que a una película europea que a otra oriental y trataba de quedarme con los nombres de aquellos que salían en los créditos que antes ignoraba por completo. En muchas sesiones, al ser la primera de la tarde de un día de entre semana, estaba yo solo o acompañado por algunos viejitos con aire aburrido (más de uno aprovechaba para echarse la siesta, lo cual me ponía de los nervios porque no podía entender, sigo sin hacerlo, que la gente no vaya al cine a disfrutar del espectáculo) y devoraba todas aquellas producciones, algunas muy disfrutables y otras que no entendía o me sacaban de quicio, por no tener aún el conocimiento suficiente para apreciar sus virtudes.

Mi amigo del colegio tuvo una gran influencia en que hoy sea el aficionado al cine que soy, pero también he tenido otras influencias, ya de profesionales dedicados al medio, los críticos. De ellos fui aprendiendo las cosas que debían tenerse en cuenta viendo una película y por qué algo que era entretenido podía estar mal hecho y algo que podría parecer aburrido podía ser una maravilla, lo que aparentemente contradice el sentido común, aunque a veces sea cierto (todos hemos visto películas que nos han hecho pasar un buen rato, pero sabemos que son lo que son y otras menos asequibles que sin embargo tratan de aportar algo más). A veces los leía y pensaba “es verdad, qué razón tiene este tío”, otras “este tío es idiota” y de vez en cuando “es cierto lo que dices, pero aún así a mí no me gusta” y aprendí que cada uno tiene un gusto y unos intereses y juzga en función de ellos, con lo que tampoco hay que tomárselos como palabra de Dios. De todos estos opinadores recuerdo con cariño a Carlos Pumares, a cuyo programa de radio “Polvo de estrellas” me aficioné y me divertía viendo sus salidas de tono y sus particulares opiniones, no siempre positivas ante lo que para otros, eran obras maestras. Él fue uno de los que me enseñó que la subjetividad es siempre relativa y que las alabanzas de uno pueden ser las pegas de otro. Y me ayudó a descubrir la que para mí es la gran obra que ha dado el cine, “2001.Una odisea del espacio”.



Con el tiempo he conocido a más gente aficionada al cine, gente de a pie, de la que en algunos casos he sacado conocimientos interesantes, como la apreciación por los géneros más populares (por qué gustan tanto las comedias tontorronas cuando ya se tiene una cierta edad o por qué las historias románticas más facilonas triunfan tanto entre mujeres de diversa clase y educación). El saber nunca se detiene y aún sigo asimilando ideas y conceptos, descubriendo a cineastas de los que apenas había oído hablar y con clásicos pendientes de una visita por mi parte. Y encantado de seguir haciéndolo.

Música: En mi casa siempre se escuchó lo que ponía la radio mayoritaria, es decir, Los 40 Principales (sigo recordando todas las sintonías y jingles de hace años), lo que provocó que mi educación sobre música moderna fuera limitada a los grandes éxitos, dejando fuera a un montón de nombres relevantes. Ese es uno de los motivos por los que la música más popera de los 80 y los 90 me resulta tan entrañable y de por qué llegué a la universidad sabiendo quienes eran Madonna, las Spice Girls o los Backstreet Boys, pero sin tener una idea clara de quienes eran U2, Elvis o los Beatles, así que imaginen el resto. Gracias a mi amigo, el que me influyó en el cine, conocía a Bruce Springsteen, que a su vez él conocía por su hermano mayor, pero fuera de ahí mi conocimiento era un erial.

 
De música pop comercial y clásica (nunca faltaron en casa cintas y CD´s de Beethoven, Mozart y compañía) iba sobrado, así como de música dance, que tanto furor tuvo entonces, pero de rock y subsiguientes nada de nada. Mi gran salto fue en los años universitarios, donde di con varios aficionados que me hicieron ver todo lo que tenía por descubrir y fui consciente de estupendas creaciones que apuntaban directamente al alma y que me hicieron preguntarme dónde habían estado todos estos años sin que yo supiera de su existencia. Citar la lista de autores revelados sería largo y monótono, pero debo admitir que este es probablemente el campo en el que sigo descubriendo con mayor sorpresa y de forma más inesperada, en el que más sigo teniendo que aprender, pues incluso sigo sin conocer la obra completa de algunos de los más consagrados. Un mundo en el que los mentores anónimos me están ayudando mucho, porque en la música hay que separar mucho grano de la paja y lo mejor que se produce o se ha producido está lejos de lo que emiten las radiofórmulas.

Libros: Siempre se me dice en las reuniones familiares que yo aprendí a leer muy rápido y que el recuerdo que tienen todos de mí es verme leyendo “chistes” (apelativo que algunos les han a los tebeos españoles, tipo “Mortadelo y Filemón” o “Zipi y Zape”, imagino que por su tono humorístico) y durante años incrementé mi colección gracias a mi abuelo paterno, que me compraba todos los que encontraba en los kioskos cuando me sacaba a pasear. Los “chistes” fueron mi iniciación en la narrativa y me llamaban la atención por su costumbrismo, su reflejo de tantos actos sociales que yo apreciaba en la vida diaria (y también porque eran divertidos) y será por eso que los prefería a los cómics (los snobs dicen novelas gráficas, como si se avergonzaran se la palabra “cómic”, que me parece muy bonita) americanos de superhéroes, aparte de hacerme aprender varias palabras en desuso en nuestra lengua, que cuando decía en clase provocaban la risa de mis compañeros. Yo era el gafotas que decía “cáspita”, “zapateta”, “córcholis” y expresiones que ni dominan muchos adultos, tipo “recapitular”, “óbice”, “dilecto”, “progenitor” y otras muchas que agradezco que me inculcaran, aunque hoy en Twitter se siguen riendo de ti si intentas hablar bien y molas más por usar los signos de puntuación para hacer emoticonos que para usarlos correctamente en las frases. Los medios cambian, pero la esencia de la tontuna se mantiene.


Seguí leyendo “chistes” hasta que me dijeron que ya estaba bien y que ya tenía edad para otras cosas, así que a regañadientes me pusieron a leer los libros de Los Cinco, esa pandilla de chavales ideada por la británica Enid Blyton, que siempre estaban de aventuras por curiosos parajes y se daban unas cuchipandas que despertaban el hambre al más pintado (aunque cuchipandas típicamente british, tipo cordero hervido en salsa verde, y que me hacían interesarme por conocer el sabor del jengibre, que estaba presente en galletas, mermeladas y otros preparados). Eran libros entretenidos, aunque tampoco me cambiaron la vida, pero me ayudaron a leer texto sin el apoyo de los dibujos y me prepararon para meterme de lleno en la literatura de miras más altas.



Uno de los primeros libros “más sesudos” que me eché a la vista fue “Emma”, de Jane Austen, que por aquel entonces había descubierto gracias a mi naciente interés en el cine, pues la autora era noticia por las adaptaciones de sus libros a la gran pantalla. Llegaba “Mansfield Park” y se repasaban otras recientes, como “Sentido y sensibilidad” y la citada “Emma”, con una bella actriz rubia que usaban para la portada de las nuevas ediciones del libro. La actriz era Gwyneth Paltrow, que venía de gustarme mucho en “Shakespeare enamorado” y debo admitir que compré un poco el libro por ella y pensé en ella mientras leía la peripecia de Emma Woodhouse en su ansia de arreglar la vida amorosa de los que la rodean.




En “Emma” descubrí una historia sobre el amor y sus complicaciones, desde una perspectiva ligera y fue el primero contado desde el punto de vista de una mujer, un mundo entonces inexplorado para mí. Lo disfruté bastante y posteriormente tuve la ocasión de confirmar con la película protagonizada por Gwyneth Paltrow ese saber universal de que los libros son (casi) siempre mejores que las adaptaciones que se hacen de ellos. Desde entonces he leído toda la obra de Jane Austen y de otras muchas escritoras y he apreciado mucho sus puntos de vista, no solo a la hora de hablar de su sexo, sino de sus particulares visiones los hombres. Como comentaba en mi anterior entrada sobre lo que me han aportado las mujeres, no hay nada mejor que tratar de comprender a la otra parte, pues puede que incluso te identifiques con ella. Escritores y escritoras me han ayudado muchísimo a explicarme el mundo en el que vivimos y también a cuestionarme muchos aspectos. Lo cierto es que pienso en esta última conclusión y no puedo dejar de sentir que en cierto modo me han hecho más infeliz, al ser consciente de los errores y las miserias inevitables que hay en un mundo dominado por una raza imperfecta. Pero agradezco a los que me iniciaron a enterarme de todo este caudal de pensamiento, mientras me inquieto por no tener vidas suficientes para leer todo lo que me falta y que me gustaría.




Sexo: En este caso tengo que hablar de mentoras, ya que han sido las mujeres quienes me han enseñado la mayor parte de lo que sé actualmente. Hasta los 15 años no empecé a sentirme atraído por ellas y fantaseé con algunas de mis compañeras de clase y con otras ya mayores y lejos de mi área de influencia, que veía en revistas o películas. Recuerdo que mis primeros mitos eróticos fueron Sharon Stone o la citada Zeta-Jones y modelos como Inés Sastre, Judit Mascó, Vanessa Lorenzo o Adriana Sklenarikova, entre otras. Porque lo cierto es que en aquellos momentos cualquier mujer que enseñara más piel de la que cubría habitualmente la ropa ya contaba con toda mi atención. Llegué a tener una carpeta en la que iba acumulando fotos de mujeres en ropa interior, bikini o desnudas pero tapadas de forma estratégica para que no se viera nada, de fotos recortadas de las varias revistas de las llamadas para hombres, aunque ninguna porno, aún no podía afrontar los desnudos integrales. Y es que cuando tenía 12 años, un chaval con el que había estado de campamento de verano me dijo que fuéramos a ver una de las películas porno que guardaba su padre. Acepté con curiosidad aunque sin mucho deseo y fui consciente de que había cosas para las que aún no estaba preparado. Mientras vi aquella película no pude evitar sentir esa sensación de repugnancia que te produce aquello desagradable que no puedes dejar de mirar, como en las escenas sangrientas. Pensé que acabaría vomitando si seguía viendo esos primeros planos de penes erectos penetrando cavidades carnosas y peludas, ese contacto de las carnes me hacía sentir como si asistiera a una operación. Por entonces ya conocía el funcionamiento de las relaciones sexuales, pero verlo de primera mano me pareció tan agradable como ver cómo le extraen los órganos a alguien. Aún no tengo claro si ver aquella película cuando mi cuerpo no podía asimilar lo que vio influyó en mi tardía curiosidad sexual, pero durante unos años me negué a ver las partes de íntimas de cualquiera que no fuera yo (y las mías sin mucho afán).

A pesar de todo, la naturaleza siguió su curso y tras los primeros escarceos con los desnudos “artísticos” quise ver cómo funcionaba todo aquello en tiempo real y alquilé mis primeras películas eróticas, de “Emmanuelle” o de adaptaciones de cómics de Milo Manara. El olor del líquido que echaban a las cintas de VHS en el videoclub de mi barrio se convirtió para mí en el olor del pecado, el olor que despedían esos objetos que estimularon mis primeras exploraciones, aprovechando los momentos en que mi casa estaba vacía de gente, nada fácil viviendo con mis padres, mi hermano menor y mi abuelo materno (que una vez me pilló en uno de estos visionados de “películas de putas y cabrones”, como las llamó él, aunque afortunadamente yo no tenía aún las manos en la masa y evité que la vergüenza fuera mayor). Durante una temporada me nutrí de estas producciones, en las que el sexo era fingido, pero yo me creía que había penetración real a poco que se arrimaran los protagonistas.



Ahora no soy capaz de recordar cuando vi mi primera película porno en condiciones, no sé si incluso ya había empezado la universidad cuando me inicié definitivamente. Tardé en empezar, pero al igual que con los filmes convencionales me puse al día de forma compulsiva y lo que me había parecido una intervención quirúrgica ahora lo veía con sumo interés y sin perder detalle. Hoy día parece estar desapareciendo el estigma que durante años han tenido las cintas porno, que parecían reservadas a salidos y asquerosos sin remedio, mientras que ahora pueden dar hasta un toque de distinción (sobre todo si eres mujer, porque los hombres que vemos porno seguimos siendo unos salidos y asquerosos sin remedio a ojos de muchos, lo he experimentado de primera mano). La vida real se parece poco a la que muestra el porno, del mismo modo que tampoco se parece mucho a la que reflejan las películas normales, pero lo bueno en ambos casos está en saber quedarse con detalles que podamos aplicar a nuestra existencia y del porno he sacado algunos que luego me han rendido buenos frutos con mujeres de carne y hueso, como una formación teórica antes del examen práctico. Porque uno puede saber lo que le excita y le da placer, pero también hay que conocer las necesidades de la otra parte y, aunque cada persona es un mundo, hay detalles que son prácticamente universales y es bueno ir familiarizándose con ellos. Luego la experiencia personal me ha permitido conocer a algunas mentoras que han completado esa especie de educación sexual y a descubrir de qué manera me excita el placer de la otra persona, como si ese mirón que llevo dentro siguiera necesitando observar la estimulación del objeto de deseo. Al fin y al cabo, ese es el reto, ver hacia donde puedes llegar con otros, pues tú mismo ya sabes lo que tienes. Y ese es el espíritu de los mentores, hacernos ir más allá de lo que sabemos y descubrirnos todo lo que siempre ha estado así, pero que no hemos podido ver o apreciar.

Vivan los mentores y las mentoras y esperemos poder encontrar a muchos más en nuestro paso por la vida, para mantener esa ilusión que nace del aprendizaje.

viernes, 27 de noviembre de 2015

El hombre que amaba a las mujeres


Las redes sociales, a pesar de ser un avance tecnológico, no dejan de ser una representación de lo que somos, así que en la esencia es algo ya conocido. Un gran patio de vecindad o un gran bar o una gran plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho, algunos más que otros. Se hacen comentarios interesantes, se dicen estupideces, los hay que hacen gala de ser libres de todo y juzgan a los demás (a veces sin saber, que la ignorancia siempre es atrevida) con un autoritarismo que contradice sus supuestos ideales. Y también se busca sexo, de modo directo o camuflado (a veces muy torpemente), esa pulsión que Freud señaló como la fuente de todas las cosas que hacemos en nuestra vida. También se busca amor, pero suele ser un objetivo más secundario si lo comparamos a todos aquellos que maniobran para ligotear, del mismo modo que siempre se ha hecho en un gran patio de vecindad, en un gran bar o en una gran plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho, algunos más que otros.
 

Unos cuantos días soy testigo de cómo algunos de mis contactos se desviven por ser el pavo más apetitoso para las mujeres (me refiero a mujeres que solo conocen de esas redes sociales, a las que nunca han visto en persona) y ponen en escena su mejor plumaje con frases ocurrentes dirigidas a ellas, menciones más intrascendentes pero citando el nombre de la interesada para que quede claro que ella es el origen de la mención y los que contestan o favoritizan (casi) todas las publicaciones del objeto de su interés. A veces observo este fenómeno con curiosidad antropológica, otras veces con vergüenza ajena y sufriendo por lo que tienen que aguantar algunas mujeres y en ocasiones caigo yo también en lo curioso y lo vergonzoso, ya sea por jugar, por buscar la seducción o por qué no decirlo, por la necesidad de afecto, de gustar a alguien desconocido. Porque la vida nos enseña que construimos buena parte de nuestra existencia gracias a los desconocidos, a aquellos que están fuera del núcleo familiar hasta que se hacen conocidos y cercanos.

Hace unos días, YouTube me hacía una recomendación de un vídeo extraído de la película francesa “El amante del amor”, dirigida por François Truffaut en 1977. Estas recomendaciones se hacen en función de las búsquedas y los visionados que haces en la web y a veces me recomienda vídeos graciosos, otras veces cosas sesudas y combinaciones de ambas, como supongo que a otros les sugerirán vídeos de niños y animales, si es eso con lo que disfrutan. El caso es que vi “El amante del amor” hace pocos años y la disfruté bastante, pero la tenía un poco olvidada hasta que este vídeo la ha traído a mi memoria. En él aparece un monólogo del protagonista, un escritor que reflexiona sobre la atracción que le producen las mujeres, especialmente las guapas, dándole un toque poético y reflexivo al asunto.
 
Siempre se ha dicho que el protagonista es un álter ego del propio François Truffaut y que el título original de la cinta (“El hombre que amaba a las mujeres”) no deja de ser una declaración de la filosofía vital de un hombre que consagró su obra al amor y especialmente al amor romántico, como búsqueda de algo que le había faltado en una niñez marcada por el abandono paterno y por una madre distante. Un vacío que luego trató de llenar con numerosas conquistas (algunas de ellas actrices en sus películas, como Catherine Deneuve o Fanny Ardant) en una filmografía en la que siempre se reflejó a sí mismo y sus anhelos.


El escritor de “El amante del amor” podría ser tomado como un obseso, un salido o un tío chabacano, pero bajo la óptica que le da Truffaut no deja de ser alguien soñador, que trata de liberarse de las angustias vitales con la adoración al otro sexo, aunque luego es incapaz de establecer relaciones duraderas con las mujeres a las que dedica su atención. Es un hombre que se siente cómodo entre mujeres y disfruta cortejándolas, tratando de atender sus necesidades.
 
El escritor podría ser interpretado como un canalla, pero es alguien que es feliz buscando ser apreciado por las mujeres, su forma de dar un sentido a la vida. Y es un concepto que me ha hecho pensar, porque en cierto sentido me he identificado mucho con ese escritor ahora que he vuelto a ver sus andanzas, más que la vez primera, donde lo vi como una suerte de donjuán lejano a mí.

 
Cuando yo tenía 13 ó 14 años aún no me había llegado la edad del pavo. Fui de desarrollo tardío y mientras otros chicos de mi clase ya tenían pelos en todas partes y las voces se agravaban, yo aún seguía siendo un crío casi la mitad de alto que ahora. Entonces empezaban los flirteos con las chicas, mucho más desarrolladas, y las bromas y las cábalas sobre quién le gustaba a quién. Yo aún pasaba de esos temas, pero cuando estás en un grupo es posible que acaben fijándose en ti y un día un chaval dijo en voz alta durante un descanso entre asignaturas que a mí me gustaba una chica, solo para tocar las narices. Nunca, mientras me dure la memoria, olvidaré la vergüenza que pasé cuando se hizo el enunciado y la interpelada se giró, me miró un instante y dijo riéndose: “¿Yo? ¿Con éste? Ni de coña”, de un modo que no necesitó ni decir un adjetivo hiriente para dejarme hecho polvo. Yo entonces tenía unas gafas enormes para mi cabeza no desarrollada y una ropa formal (nunca he salido a la calle vestido con ropa deportiva) que me daban un aspecto de empollón bastante importante, algo que sumado a mi natural timidez y mi cuerpo aún enjuto y de apariencia enclenque no me convertían precisamente en el botín más apetitoso de la manada. Esto lo veo ahora, pero durante años odié mucho a esa chica que me degradó con sus palabras y gestos, incluso cuando mi altura y presencia física ya eran mayores que los suyos (ella se quedó bajita y gordita, algo que celebré como venganza a mi humillación) y no pude notar entonces que sus palabras me habían dejado más huellas que la rabia del momento. Porque lo cierto es que durante mucho tiempo me he visto como un tipo feo y de aspecto estúpido, incapaz de atraer a ninguna mujer. Ahora me veo y compruebo que mi cara y mi cuerpo no tienen nada que envidiar al de muchos otros y que hay gente más fea que yo, pero me costó que fuera así y en parte me han ayudado otras mujeres, que me han hecho sentirme atractivo, ya fuera por halagos o por su forma de tratarme.

 
Truffaut tuvo problemas de atención de sus padres, algo que no me ha pasado a mí, especialmente en el caso de mi madre, siempre bastante controladora de mis actos en los años en los que viví con ella. Pero sin embargo, me noto cercano a él y al protagonista de “El amante del amor” en la búsqueda del cariño y la aprobación de otras mujeres, pues las primeras descalificaciones femeninas las experimenté en casa. Sé que siempre he sido muy importante para ella, pero en ocasiones tuvo una forma extraña de demostrarlo y me hizo sentir muy inseguro acerca de mis capacidades al cuestionar muchas de las cosas que yo hacía o que me gustaban, al estilo de esos maridos “calzonazos” de los sainetes, que viven arrinconados por las broncas de sus mujeres. Quizá por eso me volví reacio al contacto físico y ya se sabe que para muchos hombres la madre es el modelo a través del que perciben al otro sexo, por lo que ese aspecto, unido al inicial rechazo causado entre mis compañeras de clase, me hizo convertirme en alguien que se sentía a disgusto entre las mujeres, al verlas como fuente de dolor. Y quizá entonces fue cuando desarrollé ese deseo de ser aceptado y querido por ellas, del que no fui consciente hasta tiempo después.

Mis primeros flirteos con mujeres fueron en los años universitarios y ahora me recuerdo como un chaval especialmente torpe, incapaz de leer las señales que ellas mandaban en positivo, siempre temeroso de que en el fondo me despreciaran aun cuando se mostraban simpáticas conmigo. Recuerdo una anécdota del primer año de carrera en el que se hizo una fiesta universitaria y al día siguiente me tenía que ir a primera hora a casa de mis padres, a cierta distancia de la ciudad en la que estudiaba. Tenía el problema de donde dejar la maleta, pues la residencia en la que me hospedaba cerraba por las noches y no podía ir cargando con la maleta mientras iba de fiesta por ahí. Una chica se ofreció a que la dejara en su casa y que volviera con ella a recogerla horas más tarde, algo que acepté porque me quitaba el marrón de encima, sin sospechar que esa invitación escondía otros motivos una vez que volviera con ella a su casa después. Finalmente, al ver que conmigo no iba a atar cabos (yo, a mis 18 años, seguía sin creerme que una mujer estuviera interesada en mí) se lió con otro compañero avanzada la noche y tuve que interrumpir la situación para pedirle que fuéramos a buscar la maleta, que el autobús se iba a ir. Algo cómico-patético (como tantas peripecias en mi vida) que me hizo sentir que le había fastidiado la noche a la chica y que seguro que me odiaría a partir de ahí. El caso es que no, porque aunque después no hablamos mucho, ella lo hizo de modo cordial y años más tarde fue ella la que me buscó en las redes sociales, aunque lo cierto es que no hemos vuelto a hablar. Tampoco llegamos a tener un pasado muy concreto que nos uniera más allá de esta anécdota burlesca.
Meses después descubrí el amor romántico de mano de una chica a la que conocí en una discoteca y con la que empecé a salir. Apenas unos pocos meses en los que hubo tiempo para que me dijera que me quería y para que no mucho después me dejara por otro que le gustó más. Si sentirme feo y estúpido para aquella compañera de clase en el colegio me sentó como un tiro, esta otra relación estuvo cerca de costarme la vida. Durante meses sufrí crisis de ansiedad hasta un amago de infarto que me hizo pensar que mi vida se acababa ahí, algo que por otra parte había deseado en las semanas previas, por el dolor que me había causado la pérdida de aquella chica, unido a la natural irracionalidad de los años juveniles. Resulta curioso cómo en el despertar de la vida es cuando estamos más dispuestos a acabar con ella, como si nos quemara el alma, hasta que nos acostumbramos a ella y luego ya no queremos irnos de ninguna manera. Pasaron años hasta que pudiera sentir algo por otra mujer, tentado como estaba de no volver a pasar por ese calvario al que llamaban amor. Pero dicen que Dios aprieta pero no ahoga y en mi caso ha sucedido algo así, pues he vuelto a amar. He conocido a diversas mujeres por las que he desarrollado varios tipos de amor y cariño y que me han ayudado a construir lo bueno que hay en mí, a afrontar mi parte más emocional y que me han enseñado a decir "te quiero", porque así me han hecho sentir. He comprobado que no debía tener miedo de las mujeres y que al fin y al cabo, todos buscamos afecto, así que he querido ofrecerles toda mi capacidad emocional y he tratado de hacerlas felices para devolverles todo lo bueno que me han aportado.
 
No se crean que ha sido todo de color de rosa en los últimos años, pues he querido brindar mi afecto a mujeres que se han reído de mí, a mis espaldas o directamente en mi cara, aprovechándose de mí, tomándome por un panoli o creyendo que buscaba cosas raras al interesarme por ellas (mientras algunas se dejaban querer por tiburones que solo buscaban una cosa, pero ya se sabe que el peor ciego es el que no quiere ver). En esos momentos ha vuelto esa sensación de vacío, de considerarme un idiota feo y enclenque incapaz de resultar atractivo, algo que no me sucede si los disgustos vienen por parte de un hombre. Por mucho que las culpara  y tuviera claro que se habían portado como unas miserables, siempre me culpaba más a mí, porque seguía esa búsqueda de la aprobación femenina de los primeros años y cada fracaso lo veía como una afirmación de esas desazones infantiles, otra vez oía a mi madre diciéndome que era un atontado y a la compañera diciendo que conmigo ni de coña. Yo quería que me quisieran y quererlas a ellas, en una suerte de mezcla egoísta (de sentirme reforzado y de que dijeran lo bueno que yo era)-altruista (de dar a cambio la felicidad que me daban a mí). Y el deseo se mantiene, de hecho a veces pienso que si algún día soy padre me gustaría tener una hija para tratar de hacerla feliz y sentirse amada. Será por eso que siempre me emociona tanto esta escena de "Somewhere", dirigida por Sofia Coppola y que habla del reencuentro de un actor famoso (Stephen Dorff) con su hija (Elle Fanning), a la que tenía medio olvidada y que finalmente conquistará su corazón

 
Y el deseo supongo que también se manifiesta en la elaboración de este blog, que trato de mantener vivo por las peticiones de algunas mujeres que son lectoras y que prestan atención a mis historias y que se interesan por lo que digo, sin pensar que soy un atontado (al menos que yo sepa, jajaja). Y supongo que también se manifiesta en mi deseo de conocer más del mundo de las mujeres y en explorar mi propio "girly side", mis afinidades con ellas y los intereses que compartimos. Una manera de comprender a ese sexo por el que he querido ser aceptado. Una exploración que ha sido muy placentera, pues he logrado comprenderme a mí mismo en muchas cosas a través de ellas, así que es como una rueda que se retroalimenta a sí misma en sus giros. Quiero saber más de ellas y me siento a gusto entre ellas, como "El amante del amor". Y las veces que he sido poco considerado con alguna de ellas ha sido más que nada porque sentía que yo tampoco podría darle lo que ella necesitaba, así que he preferido dejarlo correr desde el principio y mejor no engañarla con falsas promesas, como se engañan y sufren tantas personas. Porque prefiero aparentar ser frío en un primer momento y ahorrar disgustos futuros a encandilar a alguien solo por mi beneficio y luego hacerla infeliz, es algo que no me sienta bien.

Empezaba hablando de redes sociales y quiero acabar también en esa órbita, con el final de la película "La red social", donde se narra la tortuosa creación de Facebook y donde se expone la teoría de que su creador siempre tuvo la espina clavada de la chica que lo mandó a la porra en los años universitarios y que seguramente lo hizo todo por demostrarle a ella de lo que era capaz, de que no era un perdedor, aunque no tuviera las mejores maneras de comunicarse con ella (no tuvo ese aprendizaje del mundo femenino tan necesario para los hombres). Y tras muchos dimes y diretes, la cinta termina con ese creador, ya millonario, solo en un despacho, mandando una solicitud de amistad a aquella chica. Una actitud que recuerda a la de muchos otros que estamos pendientes de las mujeres que apreciamos o amamos, en la búsqueda de una interacción que nos dé sentido y que nos muestre que esto vale la pena.



martes, 10 de noviembre de 2015

De capullos a mariposas

Cada generación tiende a pensar que la anterior es más estúpida que la suya, lo que es un gran error. A medida que cumplimos años tendemos a madurar y de un modo u otro, acabamos tomando distancia sobre lo que un día fueron para nosotros las cosas más importantes del mundo y nuestros pensamientos y nos damos cuenta de que, a nuestra manera, hemos sido estúpidos. No lo digo porque considere que todo el mundo es idiota, pero todos sabemos que hemos hecho y dicho idioteces cuando miramos a nuestra espalda. Y las seguiremos diciendo y haciendo a medida que sigamos mirando, quizá algún día mire esta entrada y mi yo del futuro concluya diciendo "mira que decías tonterías". Es parte del tiempo, que lo cambia todo, nos guste o no.

Hace unas semanas hablaba de mi viaje de hace unos años a la Toscana italiana y lo ilustraba con varias imágenes fotografiadas por mí. A mí me parece bien que la gente quiera salir en sus fotos y que quiera demostrar que ha estado en tal o cual sitio, pero se tiende a abusar de exposición mediática, quién sabe por qué motivos psicológicos (que los habrá, aunque ni sus protagonistas lo sepan). He tenido la oportunidad de leer un artículo de Javier Marías en el que cuenta una experiencia suya siendo víctima de la obsesión de algunos por su propia imagen y no he podido resistir la tentación de compartirlo por aquí, por identificarme con muchas de sus ideas y creerme capaz de vivir una experiencia similar a la que Marías tuvo con un impertinente fotógrafo.



"Estaba unos días en Fráncfort y me acerqué a ver la Casa-Museo de Goethe. Ya saben ustedes lo que pasa a menudo en esos recorridos por los museos, exposiciones y demás: uno empieza más o menos a la vez que otro u otros visitantes y ya no hay forma de quitárselos de encima, o de que ellos se lo quiten a uno, que a lo mejor es el que molesta y estorba. Aquí me tocó coincidir con un individuo menudo, con bigotito y aspecto vagamente árabe. La casa familiar de Goethe no está nada mal (un abuelo burgomaestre ayuda, supongo): cuatro pisos de planta generosa, con pequeño salón de baile incluido y un agradabilísimo jardincito en el que hay un par de bancos y –oh milagro de tolerancia– un par de ceniceros. No sé hasta qué punto se corresponde con la original (casi todos los carteles figuran sólo en alemán), pero en todo caso está muy cuidada y se siente uno a gusto en ella. O yo podría haberme sentido así, porque, nada más iniciar el paso, el sujeto mencionado me pidió que le hiciera una foto con su móvil delante de unos cacharros, es decir, en la cocina de Goethe. Accedí, claro; el hombre comprobó que había salido bien y a continuación me pidió que le hiciera otra delante del fogón. Bueno, foto bigotito con fogón. Salí de allí y pasé a otra habitación, no recuerdo cuál, sólo que en ella había muebles anodinos, una alacena, qué sé yo. Al poco el hombre apareció y me pidió foto ante la alacena. Bueno, en fin.

“Santo cielo”, pensé, “cuando lleguemos a las zonas más nobles –el estudio, la biblioteca, el salón–, no me lo quiero ni imaginar”. Así que, en vez de seguir en la planta baja, me salté varias estancias y subí a la primera, para despistarlo. Pero el hombre se las ingenió para acoplarse a mi ritmo, no había forma de darle esquinazo, y quería tener un retrato de sí mismo no ya en todas las habitaciones, sino delante de cada mueble, cuadro u objeto. Me había tomado por su fotógrafo particular. Mi recorrido enloqueció, se hizo zigzagueante, lleno de subidas y bajadas absurdas: visitaba un cuarto del segundo piso, luego uno del tercero, luego me iba otra vez al segundo y entonces ascendía al último, desde donde regresaba a la cocina, el individuo ya había sido inmortalizado allí hasta la saciedad. Daba lo mismo: apenas me creía liberado de él, reaparecía con su móvil y su insistencia. Aunque quizá no lo crean, soy enormemente paciente en el trato personal, sobre todo cuando se me piden cosas por favor. El árabe (o lo que fuera, hablaba un rudimentario inglés con fuerte acento) se acercaba cada vez con la misma sonrisa amable e ilusionada de la primera, de hecho como si fuera la primerísima que me hacía su petición, aunque fuera la enésima y todo resultara abusivo. Sólo me libré gracias al cigarrillo que salí a fumarme al jardincito: quizá espantado por mi vicio, hasta allí no me siguió. Me aguardaban quehaceres, no pude repetir la visita en su orden, me quedó una idea de casa caótica, en la que la cocina albergaba la pinacoteca y el dormitorio la biblioteca, y el escritorio estaba en el salón de baile.

Nada se ha hecho más sagrado que las fotos obsesivas que todo el mundo hace todo el rato de todo. Si uno va por la calle y alguien está en trance de sacar una de algo, ese alguien lo fulmina con la mirada o le chilla si uno sigue adelante y no se detiene hasta que el fotógrafo decida darle al botón (lo cual puede llevar medio minuto). Si entre él y su presa hay cinco metros, pretende que ese espacio se mantenga libre y despejado hasta que haya dado con el encuadre justo, que la circulación se paralice y nadie le estropee su “creación”. El problema es que hoy todo transeúnte anda con móvil-cámara en mano, y que fotografía cuanto se le ofrece, tenga o no interés, y como además no hay límite, todos tiran diez instantáneas de cada capricho, luego ya las borrarán. He visto a gentes retratando no ya a un músico callejero o a una estatua humana, no ya un edificio o un cartel, no ya a sus niños o amistades, sino una pared vacía o una baldosa como las demás. Uno se pregunta qué diablos les habrá llamado la atención de un suelo repugnante como los del centro de Madrid. Quizá los churretones de meadas (o vaya usted a saber de qué) que los jalonan, lo mismo en época de Manzano que de Gallardón que de Botella que de Carmena, alcaldes y alcaldesas sucísimos por igual. Caminar por mi ciudad siempre ha sido imposible: las aceras tomadas por bicis y motos, dueños de perros con largas correas, contenedores, pivotes, escombros, andamios, manteros, procesionarios, manifestantes, puestos de feria municipales, escenarios con altavoces, maratones, “perrotones”, ovejas, chiringuitos y terrazas invasoras, bloques de granito que figuran ser bancos, grupos de cuarenta turistas o más. Sólo faltaba añadir esta moda, por lo demás universal. ¿Para qué fotografían ustedes tanto, lo que ni siquiera ven con sus ojos, sólo a través de sus pantallas? ¿Miran alguna vez las fotos que han hecho? ¿Se las envían a sus conocidos sin más? ¿Para qué, para molestarlos? Detesto en particular las de platos, costumbre espantosamente extendida. “Mira lo que me voy a comer”, dicen. Al parecer nadie responde lo debido: “¿Y a mí qué?” La comida, eso además, en foto se ve siempre asquerosa. ¿Pueden no fotografiar algo? Por favor."

http://elpais.com/elpais/2015/11/03/eps/1446555667_560848.html


En los últimos meses se ha podido escuchar una canción que hace referencia a la moda de los "selfies", que, quieran sus responsables o no, funciona tanto como glorificación de ese movimiento como crítica del mismo y del vacío que entraña.




Un lugar común al hablar de la juventud de hoy día es decir que están anestesiados por sus dispositivos móviles y hay muchos casos en los que eso sucede, cierto, pero también hay honrosas excepciones. Uno puede encontrarse en redes sociales a gente que apenas supera los 20 años y que cuando viaja a un sitio hace fotos del lugar y casi ni aparece su persona, desafiando a la moda del "selfie" y de sacar a pasear el careto en todo momento. Cuando yo era un adolescente se decía que los jóvenes solo estábamos preocupados por hacer botellón y jugar a la consola y yo no empecé a salir hasta los 18 años y los videojuegos ya los había dejado atrás, mientras dedicaba mi tiempo libre a leer literatura e historia. Y como yo estoy seguro de que habría más gente que dedicara su ocio a cosas que no fueran beber alcohol o jugar a la videoconsola y, en caso de hacerlo, quizá lo harían sabiendo cómo repartir los tiempos. El problema es que se suele tomar la parte por el todo y meter en el mismo saco a todo el mundo, que siempre es más fácil que andar distinguiendo los casos. Zopencos los ha habido siempre y los seguirá habiendo y nosotros también hemos sido zopencos en algún momento o lo estamos siendo. Lo bueno es que lleguemos un día y lo sepamos ver y nos demos cuenta de que fue un momento vital que teníamos que vivir y nos ayudó a aprender, una fase de capullo antes de ser mariposa.


miércoles, 28 de octubre de 2015

Lo racional, lo irracional y el sentido de todo esto

Hace unos días acudí a ver la película “Irrational Man”, lo penúltimo de Woody Allen (siempre tiene otra película en la recámara, rodándose cuando llega a los cines la anterior), que cuenta la historia de un profesor de filosofía (Joaquin Phoenix) amargado por los avatares de su vida. En su día fue un idealista que creyó en la posibilidad de hacer bien las cosas y mejorar el mundo en el que vivía, pero su mujer le abandonó por su mejor amigo y éste falleció en un accidente de guerra, hechos que contribuyeron a su malestar vital, para el que ni la filosofía parecer tener respuesta. En su llegada a una pequeña ciudad en la que imparte unos cursos de verano, el profesor conocerá a dos mujeres, una cuarentona (Parker Posey) y otra veinteañera (Emma Stone), que acabarán prendándose de él, aunque lo que de verdad puede traer equilibrio al alma del torturado profesor es cometer un acto irracional que le haga sentir que puede tomar las riendas de su destino y finalmente hacer algo de por el bien común.




Lo bueno que tiene el cine de Woody Allen es su capacidad de dejar una buena dosis de píldoras filosóficas en sus tramas, por ligeras que parezcan. “Irrational Man” tiene apariencia leve una vez que se ve, pero un fondo dramático bastante potente, en el que se deja patente el caos y el sinsentido que es la vida, a la que todos tratamos de buscar un significado sin hacer otra cosa que engañarnos. La película me ha dejado bastante pensativo y me ha hecho reflexionar sobre temas relacionados con mi propia vida, de hacia donde he llegado y de cuál es mi situación, con conclusiones algo inquietantes. El caso es que si todos analizamos con rigor nuestra existencia las conclusiones no pueden ser de otro modo, pues todos tenemos una fecha de caducidad, al igual que nuestros seres queridos, así que desde ese punto de vista no nos queda otra que consolarnos (o engañarnos, según se mire) con lo que nos vayamos encontrando a nuestro paso.




Es recurrente en mí la idea de que estoy malgastando mi tiempo, haciendo cosas que no me gustan o tratando de retener a gente que no tiene hacia mí la misma consideración. Cada vez que escribo, como en el momento de redactar estas líneas, me ronda la idea de que por fin sea la última vez que tenga que hacerlo, como cuando de chavalines estamos deseando terminar los deberes para ponernos a hacer lo que de verdad queremos hacer. Pero lo malo del asunto es que después de escribir no hay el deseado ocio, simplemente silencio y vacío. Yo vivo en una ciudad en la que no conozco a mucha gente y a los que conozco tampoco les importa mucho mi suerte, pues mis acercamientos en busca de relaciones han sido resueltos con la buena educación (o hipocresía) de hacerme ver que eso no funciona a largo plazo. Tengo un punto asocial y puedo disfrutar de mi soledad, pero estoy cansado de ver a tanta gente a la que quiero tratar bien y que me ignora antes de que pueda demostrarles lo que les puedo dar. Hoy en día, muchas relaciones germinan en redes sociales, donde la gente va a vender una imagen de sí misma y ver si se puede arrimar a otras personas que le interesen (podemos inventar lo que sea, pero todo acaba desembocando en lo mismo, ya lo dijo Freud). Pero a mí me aburre toda la hipocresía que domina en esos ámbitos, donde tienes que ofrecer una imagen idílica de ti mismo, como alguien emprendedor y ocurrente, que publica frases muy motivadoras o proyectos que va a afrontar o viajes que va a hacer o fotos que se ha hecho, para que los demás les digan lo guapos/as que salen. Una hoguera de vanidades a la que tengo que pertenecer porque algunas de las personas que me importan están ahí y es el único medio de hablar con ellas.

Sí, antes podía hablar por teléfono con alguien durante un buen rato y nos contábamos las cosas que nos pasaban o bien nos llamábamos cuando no estábamos bien y nos aliviábamos al comprobar que había una voz que nos escuchaba, que no hablábamos al vacío. La conversación sosegada que podía ser equiparable a una buena comida de las que dejan bien saciado ahora se ha trocado en una serie de pequeñas conversaciones sin mucha sustancia que son como esos aperitivos que por mucho que comas te dejan con hambre y sensación de empacho malo.

 

Leído esto, podrán decirme que tonto soy por esforzarme de esta manera para no sentirme satisfecho. Eso se lo admito, pero yo he sido siempre de pocas amistades y siento el mal del cuento de la lechera cuando se derrama la que era fuente de sus esperanzas. No me sale lo de apostar por mucha gente e ir tirando de unos o de otros según convenga, no me manejo bien en esas hipocresías, porque siento que puedo comprometerme con los que de verdad me interesan y quiero que esos que me interesan me hagan caso. Será por eso por lo que en el fondo no me gustan las redes sociales, aunque no me quede más remedio que estar en ellas, porque si no, no existes. Yo veo unos atardeceres fabulosos desde mi ventana, pero como no los publico en ningún lado pues es como si no los viviera. En ese gallinero, si no cacareas se acaba creando la idea de que no tienes nada que aportar y me parece algo tremebundo, porque conozco gente con mucho que decir que nunca habla por esos medios y palurdos que se alimentan de lugares comunes y frases hechas para vender buena imagen.

 

Y entonces me dirán: “Pues búscate una novia” y yo les diré que para mí eso no es fácil por razones similares a las que he comentado sobre la amistad, porque no sé andar mariposeando por diversas flores, a ver cual me ofrece el mejor polen. Puedo hacerlo, pero no tardaría en abandonar porque acabaría odiándome a mí mismo, es algo que me acaba cansando profundamente. Así que cuando alguien me interesa de verdad una mujer trato de captar su atención, pero luego veo que soy uno más, que hay muchos otros haciendo lo mismo que yo y al fin y al cabo es ella la que decide, casi nunca por mí. Me dirán que no apueste muy alto y que me conforme con la que me haga un poco de caso, aunque no me interese por nada especial, pero eso me parece todavía peor, porque es engañarte a ti mismo y a la otra persona, que podría ser más feliz con alguien a quien de verdad le interese. Podrán decir que soy egoísta al buscar solo lo que mejor me corresponda, pero también me preocupo de no andar jodiéndole la existencia a terceros, que es algo de lo que muchos supuestamente menos egoístas (que lo son más, porque esos sí que piensan exclusivamente en su propio placer) deberían tomar nota. Para arrimarme a alguien para pasar el rato por no estar solo, prefiero estar solo.

Hay días en los que me siento muy derrotado, en los que siento que si me muriera por un infortunio quién sabe cuánto tiempo pasaría hasta que alguien me echara en falta. No es que no me pueda levantar de la cama, pero no tengo grandes ilusiones para hacerlo, porque todo me parece mediocre pero como el preso que se levanta en la cárcel todos los días, allá que voy aunque sea por seguir respirando. Y en esos días todo me parece odioso, porque nadie se está preocupando por mí y el mundo sigue su curso sin que a nadie parezca importarle lo que me pase. La gente entra y sale cual rebaño en las horas puntas, los domingos por la tarde-noche suenan maletas de gente que vuelve de algún sitio, los viernes y sábados (y algún jueves) se sale, se ven los programas de televisión que echen para comentar lo que le hizo Juanita a Manolita o lo bien que cantaba el niño Pepito en aquel reality o que se va a acabar el bipartidismo con los nuevos líderes políticos que salen en esos programas tan molones (no va a cambiar nada, ya se lo aseguro).

Trabajo para tener un techo en el que cobijarme, entro a redes sociales y veo más vanidades en las que participo para no perder lo poco que me queda, escribo cosas para contentar a gente que ni se molesta en responder cuando les mando los resultados y les pregunto qué tal va todo, ignorando las mínimas normas de educación de responder a quién te está hablando, pero hay que perdonarles, porque están muy ocupados (para atenderte a ti, se entiende). Y el día pasa y el teléfono está mudo, ni una llamada ni un mensaje que me diga qué tal estoy. Y no me puedo quejar porque voy a parecer un amargado y nadie quiere acercarse a los amargados y todos tienen sus problemas, pero parecen pasar de todo. Quizá sea esa la clave, pasar de todo y no pensar, simplemente hacer cosas, aunque algunas sean estúpidas y lamentables. Quizá en ello, de forma involuntaria, está la sabiduría de cómo debe vivirse la vida, como una especie de recreo en el que hacer tonterías, porque cuando el recreo se termina todos, los gamberros y los eruditos, los tristes y los bonachones, volvemos a la misma aula de la que salimos. Y entiendo la idea y les envidio por carecer de esa inconsciencia, porque una vez más, aunque eso puedo hacerlo, no está en mi forma de ser como para mantenerlo en el tiempo.

Es en esos días cuando escribo entradas de este tipo, con cansancio, porque no me apetece teclear delante de una pantalla, sino comentarlo con alguien. No sentir que estoy escribiendo mensajes para tirarlos en una botella al mar en espera de que alguien los lea, sino que estoy estableciendo una interacción con otros seres de la isla en la que estamos, algo que me aporte esa saciedad a mi hambre de interacciones con sustancia. Como ya está todo inventado y nada de lo que experimentemos es novedoso, pues mucha gente ha pasado por lo mismo, sea lo que sea, antes que nosotros, en días así me acuerdo de una de las últimas escenas de la serie “Mad Men”, una serie que guardaré siempre en mi memoria por lo bien que ha retratado tantos estados de ánimo por los que he pasado. En esta escena, un hombre cuenta esa misma sensación que estoy describiendo, la de estar en un mundo que parece pasar de él y el protagonista, hundido en su miseria moral acaba abrazándose a ese hombre que no conocía y que le ha dicho exactamente cómo se siente. Una escena emocionante y de las que duelen incluso físicamente.




“Es como si a nadie le importara que me vaya. Deberían quererme. O sea, quizás me quieren, pero yo ni siquiera sé lo que eso. Te pasas la vida pensando que no encajas, que la gente no te da nada y luego te das cuenta de que lo intentan y tú ni siquiera sabes qué es”.

Es en días así, cuando la pulsión de muerte acecha, en los que necesito aferrarme a los recuerdos de momentos en los que me he sentido vivo, en los buenos momentos en los que he estado presente y he sido protagonista. Me vienen a la mente imágenes dispares, como unos pies con uñas pintadas de azul sumergidos en el agua, una casa de campo, la esquina de una calle cualquiera en una ciudad, un hombro desnudo, un plato de lentejas, un cabello acariciado, una taza de chocolate, un parque, unas piernas cruzadas sobre sí mismas, el roce de una piel o unas manos que se aferran a tu cuerpo en un abrazo. Son momentos en los que también necesito algo tangible, que se pueda tocar y oler, como esos libros y esas películas compartidas en su momento, esas cartas que alguien me envió con cariño y que vuelvo a leer con su imagen en mi cabeza, mientras acaricio o incluso beso la escritura, como si ese beso fuera a transmitirse por el éter hasta su destinatario. Se piensa en esa gente que nos ha hecho sentir amados y que se ha ganado nuestro amor, gente que nos ha dado vida y a la que hemos intentado corresponder lo mejor que hemos podido. Porque eso es lo que nos queda cuando el ruido y la furia nos amenazan, el testimonio y la prueba de haber vivido de verdad. Y de seguir viviendo, no por hogueras de vanidades ni por obligaciones sordas, sino para repetir o incluir nuevas pruebas de vida. Ese es para mí el verdadero sentido de todo esto.